2002

martes, 28 de septiembre de 2010

LA HUELGA




La Universidad fue nuestro verdadero bautismo de fuego político: los compañeros que repartían clandestinamente la propaganda comunista de todos los matices; los que ponían carteles a una velocidad de vértigo; los que abrían la puerta del aula y lanzaban panfletos a su interior; las celebraciones de la revolución portuguesa o la condena del golpe de Pinochet; las carreras policiales por los pasillos; las masivas asambleas de facultad… Y, sobre todo, las huelgas… Hay muchos que han olvidado que la democracia vino de la mano de nuestra participación en todo este variopinto ceremonial de sueños utópicos. Hoy como ayer, ¿puede convertirse una HUELGA en herramienta transformadora? Hoy brilla por su ausencia en algunos sectores sociales una clara conciencia de la necesidad de perseguir los sueños de un futuro mejor; predomina la falta de conciencia de “clase trabajadora”. A todos nos inquieta la inexistencia de protagonistas políticos o sindicales dignos de admiración…En la masa impersonal se ha instalado el discurso neoliberal de las excusas estereotipadas y reaccionarias; muchos se escudan en el ejercicio de la libertad individual, del derecho a acudir al trabajo… ese discurso egoísta de que nadie piensa en mí…por lo que yo no pienso en nadie… En fin, gran laboratorio y escenario éste de la sociedad actual para reflexionar sobre la condición humana. Aún a riesgo de parecer un romántico, sólo nos vale en estos momentos el discurso de la defensa de la dignidad de los más débiles. ¿No los vemos a nuestro alrededor? Basta este motivo para ir a esta y a todas las huelgas. En la facultad, recuerdo, yo cantaba aquello de:

A la huelga cien
A la huelga mil,
A la huelga, madre,
yo me voy también

Extraigo de un viejo periódico obrero de 1904 que me han dejado mis amigos Enrique y Cloti este poema:

LA HUELGA

Quedaron en quietud las férreas máquinas
en silencio martillos y poleas,
el yunque frío y el taller desierto,
sin humo la arrogante chimenea.
Extinguióse la lumbre de la fragua,
extinguióse el vapor de las calderas
de los cantares no repite el eco,
el cielo que se viste de tinieblas.
El taller que es el templo en que se adora
al dios Trabajo, en oblación suprema,
donde se oyeron los grandiosos himnos,
que pregonaron aceradas lenguas,
aquellos santos himnos redentores,
en que se hablaba de odios y protestas,
aquellos himnos con sudor escritos
sobre el húmedo suelo en las arenas,
desierto y mudo, sin calor ni vida,
tiene cerradas sus macizas puertas,
pues no tornan los hijos del trabajo
a proseguir esclavos la pelea.
Hubo un tiempo infeliz en que esos hombres
como parias ahogaban sus querellas.
Hubo un tiempo en que vencidos
y cobardes lloraban sus afrentas.
Más un rayo de luz entró en sus almas,
corrió hirviendo la sangre por sus venas,
sacudieron su yugo y entonaron
la bendita canción de las protestas.
No más esclavitud, no más desdoro,
cerradas del taller sigan las puertas,
en silencio que sigan los martillos
y quietas continúen las poleas,
mientras las torpe esclavitud aliente,
siga mudo el taller, siga la huelga.

José Muñoz San Román


¿Cuándo recuperaremos aquel espíritu intemporal de las luchas obreras a las que tanto debemos? ¿Por qué seguimos tan ciegos al esfuerzo, al sufrimiento y a las HUELGAS de aquellos antepasados que tanto futuro nos han regalado?

domingo, 26 de septiembre de 2010

Credo del caminante

Francisco Barco Solleiro (1943-2010)


Yo tuve una vez un amigo. Hizo para mí de padre y hermano cuando los adolescentes de mi tiempo que comenzábamos a estudiar en la universidad no sabíamos casi nada de la vida, de la fe, de la política o del amor. Me regaló siempre el consejo sabio de la orientación adecuada. Muchas horas pasé a su lado, y junto a Lina, su mujer, en su librería. La “Librería Seminario” fue faro de conocimiento para muchos estudiantes de la Sevilla de comienzos de los 70. Verdadero puerto donde arribábamos en nuestras horas sueltas (que no muertas) y donde siempre nos acogía la sonrisa de su enorme corazón ilustrado para indicarnos las lecturas, casi todas, que nos faltaban. Esas que nos señalaban en la dirección de la búsqueda de la verdad de las cosas importantes del mundo. Hablaba siempre de este o aquel autor hasta emocionarnos y lograba fácilmente despertarnos el deseo de leerlo. Y no había en ello afán mercantil alguno. Debo buena parte de mi biblioteca (y de mi empedernida bibliomanía) a su generosidad: “Llévatelo. Ya me lo pagarás cuando puedas”. Él se enriqueció de amigos y la librería, con el tiempo, tuvo que cerrar. Ya no quedan libreros así. Pocas personas de entrega tan inacabable he conocido como Paco Barco. Paco fue un gigante, un militante de la palabra y el espíritu libres desde las convicciones más profundas. Un hombre con esa clase de fe que hace mover las montañas de la historia. ¡Te he visto tan poco en estos años, joder! Y te me has ido. Casi no te lo perdono, deambulan errantes a mi alrededor los abrazos que te debo. Pero sé que lo has hecho con la dignidad de los trabajadores infatigables por el reino de la justicia y dejando tanto amor sembrado entre los tuyos que serás por siempre semilla de eternidad.


Credo del caminante

Creo en la persona,
porque es la única forma de sentirme humano.
Creo en ésta persona,
porque así puedo soportarme a mí mismo.
Creo en la mujer y el hombre,
el anciano y el niño, el blanco y el negro,
en los del Norte, Sur, Este y Oeste.
Creo en los guapos y los feos,
idiotas, inteligentes, sanos y enfermos,
buenos, menos buenos y malos,
porque me reconozco en ellos y soy,
a la vez, su posible espejo.
Creo que aún es posible la esperanza,
aunque ésta sea frágil y difícil ser optimista,
una esperanza comprometida con nuestra tierra,
con los seres vivos.
Creo en la libertad,
es la forma de reconocer al otro.
Creo en el perdón,
porque no es olvido, es restituir la dignidad.
Creo que compartir es mejor que competir
y que la sobriedad es alternativa al consumismo.
Creo en la paz,
porque es obra de la justicia, no de la legalidad.
Creo en la justicia,
porque no existe sin la solidaridad.
Creo en la solidaridad,
porque sólo es obra del amor.
Creo en el amor,
es la razón de mi existencia.
Creo en Dios,
porque es amor y no me impide, es más, me alienta
a creer de esta manera.
Creo, también, que puedo dejar de creer.

Francisco Barco Solleiro, 1993