
Quien no ha sentido la emoción de quien por primera vez
descifra en un papel el significado de cada letra y nombra por sí mismo el
mundo de las cosas y de la vida, no puede alcanzar a comprender del todo lo que
es leer. Existen, claro, otros múltiples caminos para descubrir el universo de
las letras, pero yo he vivido con niños pequeños la aventura de aprender a leer
y a escribir. Los he visto dar el salto, casi mágico, desde la cansina y mecánica
repetición de unos sonidos hasta llegar, por sí solos, a comprender y expresar
sentimientos, a contar historias, a narrar la vida propia y a conocer las
ajenas, a visitar otros mundos, a sentir otros paisajes. Leer, escribir,
escribir, leer…
Pegados como están a las pantallas de sus ingenios tecnológicos,
esencialmente en forma de lo que llamamos teléfonos móviles, nuestros jóvenes,
están cada vez más inmóviles enfrascados en la lectura de sus textos cortos, rápidos
y “aortográficos” (¿podríamos llamar a sí a la infinidad de faltas de ortografía
que contienen?).
¿Hemos perdido la batalla de la lectura de un libro? Todos vamos
por la calle pertrechados de nuestro móvil, fetiche imprescindible para quien
se precie de no ser ajeno a esta tribu de comienzos del siglo XXI ¿Qué pensaríamos
de quién fuese “enganchado” a un libro? Ya de “El Conejo”, en sus paseos por el
pueblo con un libro en sus manos, pensaban muchos que no era muy normal.
En los centros educativos, los profesores, de la mano de las
políticas educativas (¿desconcertadas, desorientadas, desubicadas?),
emprendemos mil campañas, mil maneras de incentivar, animar, motivar, fomentar…
la lectura (¿Por qué no un Ministerio de Fomento de la Lectura?).
Llega el verano. Para muchos de mi generación fue el tiempo
por antonomasia de la lectura. Recuerdo aquellas calurosas tardes tendido sobre
una manta en el portal enladrillado de la casa grande. Recuerdo los libros que
me prestaban mis primos y mis hermanos. Siempre libros, siempre libre. Dice
Antonio Muñoz Molina que “leer es el único acto soberano que nos queda”. Corren
tiempos en que leer es no sólo un ejercicio de libertad, sino de rebeldía.
Os sugiero, este verano leer a nuestros autores, a los
autores locales. No son muchos. Quienes no conozcan nada de este mundo
literario casi subterráneo de la gente de los pueblos, pueden empezar adentrándose
en la poesía medieval de Garcí Fernández de Gerena o en los versos autodidactas
de nuestro “poeta obrero” Juan Antonio Ramírez o nuestra poetisa Luz Ortíz. Es
verdad que en este mundo de la poesía local encontraremos también a otros aficionados
que quisieron darnos a conocer sus escarceos literarios: Sofía Gutiérrez,
Antonio Gutiérrez “El Choto”… No olvido, tampoco, la novela de Pepe Ortiz Polo,
El Trepa y su partida. Y no olvido, siquiera, a esos autores que, aquí nacieron
y de aquí se fueron como es el caso de la escritora Carmen de la Rosa, autora de recién
aparecida novela El Al Mizar. Y pueden ser motivo de lectura también otros
libros de “gente de aquí” como es alguno de Antonio Perejil…afincado en nuestro
pueblo desde hace tanto tiempo que su poesía es también un poco nuestra..
Y conocidas estas producciones, modestas en su dimensión
literaria, podríamos continuar con la obra de nuestro paisano, el profesor de
francés, Antonio Pavón Leal. Sus novelas o su poesía nos aproximan a un rico universo
particular. Sus libros Lucrecia y las ratas, Exitus, La Colonia Memento, Del color del
fuego… empiezan a constituir una producción literaria nada desdeñable.
Y lo último. Para los amantes del leer, os aconsejo por
muchas razones la novela de Horacio Gutiérrez Vecino, Críspulo. Estos días anda
AGEDIS queriendo que la compremos y la leamos. No sólo porque contribuimos a la
causa solidaria de su Asociación, sino porque es una obra escrita con dignidad literaria
y muy entretenida. Sus personajes, su paisanaje, nos hablan de un tiempo que se
fue y que vive en el recuerdo de toda una generación.
Siempre digo que en esto del leer no hay consejo válido. Siempre
será una opción personal. Leed lo que queráis, pero leed. Y, con ello,
disfrutad.