La pérdida de confianza
Me gusta charlar con los alumnos durante los recreos. Me acerco a unos y a otros, les pregunto, intercambiamos impresiones, busco a alguno de quien he recibido quejas… Estoy seguro que muchos me ven como una amenaza para ese tiempo de plena libertad. Los profesores siempre estamos recordando la existencia de normas (los papeles a la papelera, la prohibición de fumar, la reprensión de las palabras malsonantes y los juegos peligrosos…) Es curioso, pero durante ese tiempo, en el patio, se forman las diferentes tribus: los de El Garrobo están con los de El Garrobo, los de El Castillo con los de El Castillo, los de Las Pajanosas con los de Las Pajanosas y, con apenas excepciones, chicos y chicas suelen buscarse según pueblos y procedencias. Pienso que entre tantos “extraños”, da más seguridad estar con los amigos de siempre. Frente a la diversidad en las aulas, hay como una reacción de reafirmación del origen común, de la identidad compartida. Además, se disponen en los mismos lugares, ocupan los mismos sitios marcados por generaciones de estudiantes desde hace años.
En uno de esos paseos me he acercado a Juanito (digamos que así se llama). Siempre ha sido bajito. Le recuerdo hace unos años en su llegada al centro. Entró en el despacho para decirme que la maestra le había insultado. Le había llamado “chiquenino”. Su reacción fue darle una patada. Hoy, además de unos centímetros más, la explosión hormonal en la que vive le ha concedido la marca de la pubertad en su nariz y en su cara. Proyecta, además en su rostro el enfado permanente con el mundo. Le saludo cordialmente, siempre nos hemos llevado muy bien. Pero en esta ocasión le noto el rechazo de un cierto resentimiento no disimulado. Me lo espeta a la cara: “Yo ya no confío en ti, me traicionaste el año pasado. Me diste tu palabra y no la cumpliste”. Me ha dejado sin palabras. He sentido las suyas como estoy seguro debe sentirse una profunda puñalada en el pecho. Sólo he podido balbucear algunas improvisadas justificaciones. La verdad es que no lo esperaba.
Le he hablado mirándole a los ojos. Le he explicado que a veces, un director, tiene demasiadas presiones: la de los profesores, la de los padres… Ciertamente, ninguno de mis argumentos acaba por convencerle. Y, por último, sabedor quizás del daño que me infringe, me remata: “Yo no puedo confiar más en ti”.
El pasado año, Juanito probó por vez primera un porro. Lo pasó mal. Adquirió el color verde de los cocodrilos y todas las tonalidades del azul-muerto. Vomitó. Apenas si coordinaba palabras coherentes cuando hablé con él. Sus profesores me informaron. Me confesó verdadero pánico a que sus padres lo supieran. A cambio de información sobre quiénes trapicheaban en el instituto (sé que esto puede sonar a métodos policiales, pero es necesario acceder al origen del problema. O quizás sea que, a veces, estamos más preocupados en buscar culpables que por encontrar soluciones) , le prometí no decir nada a sus padres, si la situación no volvía a repetirse. Su historia nada nuevo aportó a lo ya conocido. Y allí quedó aquello. Pasaron unas semanas y yo cumplí la palabra dada. Pero surgieron nuevos casos y su entonces tutor consideró obligado que los padres lo supieran. Ni siquiera fui yo el transmisor del “milagro” de la criatura.
Los padres, que casi siempre son los últimos en enterarse de estas cosas, y aún con el miedo en el cuerpo, me agradecieron de corazón la información y el interés del centro por el tema (mantuvimos una reunión con expertos. Llegó a haber más expertos que padres en aquel encuentro).
Pero a Juanito no le convencen mis torpes explicaciones: “me debo a la confianza de vuestros padres”, “no teníamos más remedio que abordar la cuestión de ese modo para evitar males futuros…”
Siento que pierdo la batalla educativa cuando un alumno me derrota en el campo de los sentimientos. Sin embargo, no me he dado por vencido y se lo he dicho mirándole con ternura, mientras él me arrojaba en mi cara toda la indiferencia del mundo: “No te quepa ninguna duda. Si en alguna ocasión futura, te ves solo y abandonado por todos, podrás acudir y confiar en mí”. “Sí…ya…”, me responde.
Cada vez que me encuentro a Juanito, bromeo amigablemente y le recuerdo su enfado conmigo. No puedo evitar desmostrarle que, en el fondo, muy en el fondo, estoy verdaderamente jodido.
Me gusta charlar con los alumnos durante los recreos. Me acerco a unos y a otros, les pregunto, intercambiamos impresiones, busco a alguno de quien he recibido quejas… Estoy seguro que muchos me ven como una amenaza para ese tiempo de plena libertad. Los profesores siempre estamos recordando la existencia de normas (los papeles a la papelera, la prohibición de fumar, la reprensión de las palabras malsonantes y los juegos peligrosos…) Es curioso, pero durante ese tiempo, en el patio, se forman las diferentes tribus: los de El Garrobo están con los de El Garrobo, los de El Castillo con los de El Castillo, los de Las Pajanosas con los de Las Pajanosas y, con apenas excepciones, chicos y chicas suelen buscarse según pueblos y procedencias. Pienso que entre tantos “extraños”, da más seguridad estar con los amigos de siempre. Frente a la diversidad en las aulas, hay como una reacción de reafirmación del origen común, de la identidad compartida. Además, se disponen en los mismos lugares, ocupan los mismos sitios marcados por generaciones de estudiantes desde hace años.
En uno de esos paseos me he acercado a Juanito (digamos que así se llama). Siempre ha sido bajito. Le recuerdo hace unos años en su llegada al centro. Entró en el despacho para decirme que la maestra le había insultado. Le había llamado “chiquenino”. Su reacción fue darle una patada. Hoy, además de unos centímetros más, la explosión hormonal en la que vive le ha concedido la marca de la pubertad en su nariz y en su cara. Proyecta, además en su rostro el enfado permanente con el mundo. Le saludo cordialmente, siempre nos hemos llevado muy bien. Pero en esta ocasión le noto el rechazo de un cierto resentimiento no disimulado. Me lo espeta a la cara: “Yo ya no confío en ti, me traicionaste el año pasado. Me diste tu palabra y no la cumpliste”. Me ha dejado sin palabras. He sentido las suyas como estoy seguro debe sentirse una profunda puñalada en el pecho. Sólo he podido balbucear algunas improvisadas justificaciones. La verdad es que no lo esperaba.
Le he hablado mirándole a los ojos. Le he explicado que a veces, un director, tiene demasiadas presiones: la de los profesores, la de los padres… Ciertamente, ninguno de mis argumentos acaba por convencerle. Y, por último, sabedor quizás del daño que me infringe, me remata: “Yo no puedo confiar más en ti”.
El pasado año, Juanito probó por vez primera un porro. Lo pasó mal. Adquirió el color verde de los cocodrilos y todas las tonalidades del azul-muerto. Vomitó. Apenas si coordinaba palabras coherentes cuando hablé con él. Sus profesores me informaron. Me confesó verdadero pánico a que sus padres lo supieran. A cambio de información sobre quiénes trapicheaban en el instituto (sé que esto puede sonar a métodos policiales, pero es necesario acceder al origen del problema. O quizás sea que, a veces, estamos más preocupados en buscar culpables que por encontrar soluciones) , le prometí no decir nada a sus padres, si la situación no volvía a repetirse. Su historia nada nuevo aportó a lo ya conocido. Y allí quedó aquello. Pasaron unas semanas y yo cumplí la palabra dada. Pero surgieron nuevos casos y su entonces tutor consideró obligado que los padres lo supieran. Ni siquiera fui yo el transmisor del “milagro” de la criatura.
Los padres, que casi siempre son los últimos en enterarse de estas cosas, y aún con el miedo en el cuerpo, me agradecieron de corazón la información y el interés del centro por el tema (mantuvimos una reunión con expertos. Llegó a haber más expertos que padres en aquel encuentro).
Pero a Juanito no le convencen mis torpes explicaciones: “me debo a la confianza de vuestros padres”, “no teníamos más remedio que abordar la cuestión de ese modo para evitar males futuros…”
Siento que pierdo la batalla educativa cuando un alumno me derrota en el campo de los sentimientos. Sin embargo, no me he dado por vencido y se lo he dicho mirándole con ternura, mientras él me arrojaba en mi cara toda la indiferencia del mundo: “No te quepa ninguna duda. Si en alguna ocasión futura, te ves solo y abandonado por todos, podrás acudir y confiar en mí”. “Sí…ya…”, me responde.
Cada vez que me encuentro a Juanito, bromeo amigablemente y le recuerdo su enfado conmigo. No puedo evitar desmostrarle que, en el fondo, muy en el fondo, estoy verdaderamente jodido.
5 comentarios:
Parece claro que la confianza, y su homónima, deben lucharse cada día. A veces se ganan, o se pierden, con un sólo saludo a quemarropa. Gracias.
Bueno lo ocurrido no fue responsabilidad tuya, no se puede acertar siempre en todo y siendo director siempre va a haber alguien quien se sienta decepcionado por ti. Yo no le daría más importancia de la que tiene, en este tema lo único de verdad importante es que no entren drogas en el instituto.
La verdad es que algún día agradecerá tu ayuda. Se pasan momentos difíciles cuando uno es joven y aun no sabe quien es, cuando aun no se conoce. La vida te cambia en poco tiempo, sin que a veces seas consciente de lo que ocurre O tal vez si lo seas pero no quieres asumirlo. Por eso es difícil de pasar de ser un niño a tener que madurar y convertirse en adulto, porque todo lo que te ocurre en ese periodo te afecta de una manera especial.
Cuando llegue ese día tal vez no te tenga delante para que te lo pueda agradecer, pero seguro que para el, el paso del tiempo habrá merecido la pena y sabrá valorar y comprender todo lo que le ha ido ocurriendo.
Salud
Fancisco, me gustaría tener tu dirección.
De momento no tengo Blog. Me conformo con leerlos. Si te parece te mando por privado mi dirección de correo electrónico
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