2002

sábado, 8 de noviembre de 2008

Diario de un Profesor (XI)

Mis comienzos en la enseñanza y mi descubrimiento de Eduardo Barrera.

Comencé a trabajar en la escuela un 1 de septiembre de 1982. Ese verano había aprobado las que serían mis primeras oposiciones y me enviaron a la Barriada de la Cruz, en Camas, a una pequeña Escuela Unitaria. Debía sustituir a un maestro y una maestra que, gracias a un plan del gobierno de entonces, se jubilaban anticipadamente. Él era Don Isaías. Cuando entré en su clase para hacerme cargo de sus alumnos, de 1º a 8º de la antigua EGB, en los pocos minutos que estuvo a mi lado, me dijo: “Sólo te voy a dar un consejo. En esta profesión, lo importante es que no faltes nunca. Un día tendrás más ganas y trabajarás mucho, otros, puedes encontrarte mal y harás menos, pero…no faltes nunca”. Y se fue. Me entregó la llave y allí me dejó: perdido, muy perdido, acompañado de algo más de veinte alumnos (todos los del maestro y la maestra ya jubilados), que me miraban expectantes y que, enseguida, comenzaron a rodearme y a solicitar mi atención.

Yo, que venía de un breve período de trabajo en el campo de la geografía profesional y con una “líquida” formación universitaria para la enseñanza, ¿qué sabía hacer para estar con aquellos chicos? Aquella situación venía a demostrarme por primera vez y de manera muy palpable que en unas oposiciones, como en el sistema educativo, un título no demuestra que tú sepas hacer aquello para lo que el título te faculta. Ocurre como en las autoescuelas: te enseñan a “sacar el carnet”, pero no siempre te enseñan a conducir. ¿Cómo se siente uno cuando por primera vez se ve ante un camión en una calle estrecha? ¿Gritas socorro? ¿Os acordáis de la madre del instructor? De aquel modo estaba yo allí: solo, absolutamente solo. Sin un colega a quien acudir y preguntar. Sin un instructor a quien solicitar consejo y…, por supuesto, sin un teléfono móvil (¡!), sin un hombro acogedor sobre el que refugiar esa angustia de la primera vez… ¿No asegurabas tener una profunda vocación de maestro? ¿No era esto lo que andabas buscando casi desde pequeño? Y allí seguían frente a mi: Unos necesitaban aprender a leer y a escribir, otros, afianzar sus titubeantes comienzos en esos mundos de los instrumentos básicos y los mayores…, los mayores, demandando tus frágiles conocimientos de matemáticas, de lengua, de ciencias naturales…Un verdadero viaje a la locura. La más hermosa de las locuras.

Logré resistir, a pesar de todas las adversidades. Es cierto que de nada me sirvieron en aquel momento aquellos pedagogos a los que había leído, los grandes maestros de los que lhabía oído hablar a los curas: Paulo Freire, Lorenzo Milani, Celestine Freinet... Sí que les recordé a ellos, a mis profesores del colegio de Sevilla y Granada. Trataría de hacer lo mejor que recordaba de ellos. Y resistí. Con trabajo, con mucho trabajo…y con esa voluntad optimista que aprendí de Gramsci: “oponer al pesimismo de la razón, el optimismo de la voluntad”, pero nada más… y nada menos. Y es que: ¿Quién y qué otorga el oficio, ese saber hacer que debe poseer un maestro? ¿El tiempo? ¿Son acaso los niños, ratas de laboratorio con los que experimentar tus fracasos?

Como todos los comienzos, fue duro. ¡Qué cierto veo ahora que la experiencia es todo aquello que te queda cuando te enfrentas a una situación que te exige llegar más allá de ti mismo!

Pero parece que lo que algunos llamamos providencia y otros, sencillamente suerte, acudió en mi socorro. Fue un golpe de suerte, sí, lo que me trajo a Gerena. Una permuta con una maestra me trasladó al Colegio Público Fernando Feliú de nuestro pueblo. Aquí, sin saberlo, no me esperaba sólo la comodidad de la cercanía y la proximidad del conocimiento familiar de cada uno de mis alumnos, me esperaba también el año más intenso, más esforzado y más fecundo de cuantos he tenido en la escuela: Iba a trabajar al lado de buenos maestros y mejores compañeros. No puedo dejar de recordar en este momento la mucha ayuda que me prestaron maestros como Jorge Ogalla, Joaquín Cubero, Carolina Alonso, o María y Tomás Falantes, mis compañeros de 1º. ---Ahora que Tomás se ha jubilado, quiero darle las gracias por aquel trabajo compartido que realizamos entonces. Sólo guardo hacia él, hacia todos, una sincera e impagable gratitud que llega hasta hoy y se prolongará siempre---.

Y aquel primer año fue primordial para mí encontrarme también con una persona, con un maestro, que me enseñó el qué hacer para enseñar a leer y a escribir a los niños pequeños, me introdujo en el conocimiento de la psicomotricidad y, sobre todo, me inició en una visión global de la tarea de educar.

Ya nos conocíamos. Unos años antes (a comienzo de los 80), él había protagonizado un “escándalo”, que saltó hasta las páginas de los periódicos de la provincia: Sus alumnos habían llegado, decían algunas madres, a “desnudarse en clase”. La España de entonces, las madres de entonces, algún maestro, también, de los de entonces, prisioneros todos ellos de los prejuicios de la vieja y caduca escuela franquista no supieron ni quisieron mirar con buenos ojos el trabajo de un educador íntegro y cabal. Y es que cuando la sinrazón y la maledicencia entran en la escuela, la educación sale huyendo por las ventanas de las aulas. Lejos de traumatizarlos, los alumnos y alumnas de aquellos tiempos, no sólo lo recuerdan como “su maestro”, sino como un verdadero “padre”. Porque fue, como lo había sido antes su mujer, Cata, de esos maestros que marcan a toda una generación de alumnos.

De él pude aprender un estilo especial para hablar a los niños y para saber comprender su mundo interior. Su cálida y envolvente vocalización, su amorosa cercanía, esa capacidad que desplegaba para hacer recorrer al niño un camino acertado desde la razón para llegar al conocimiento por sí mismo del mundo…me indicaron ya entonces los caminos a seguir en este difícil oficio de la educación. Hace unos días, pude sentarme a su lado nuevamente mientras él enseñaba matemáticas a unos niños de nueve años. Pude comprobar que conserva aún la frescura de entonces, porque en su quehacer conserva el mucho amor que transmite. esa es la clave, no hay otra: el amor por la Escuela. Él es, en boca de sus alumnos, los gitanitos y gitanitas de las Tres Mil, el “MAESTRO EDUARDO”. Y ahí sigue, contagiando infatigable, eso que llaman UTOPÍA, el deber más alto de todo educador que se precie. Él, a sus años, sigue alimentando ese SUEÑO porque, sencillamente, no quiere que la escuela se muera de aburrimiento y de desesperanza.

(Continuará)


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