2002

miércoles, 24 de septiembre de 2008

El Paseante (I)


Hace tiempo, más de medio siglo ya, que decidí que no podía permitirme el lujo de ser pesimista un solo instante. Siempre he pensado que hay demasiados motivos para la esperanza y para hacer florecer una mirada optimista sobre cuanto acontece a nuestro alrededor, aunque haya mil injusticias que denunciar y combatir. Por eso he alimentado los sueños de un mundo mejor. Precisamente, sólo luchan los que están esperanzados. Ante los problemas, aplico aquello que un día me dijo un alumno universitario: ¿Sabes, Leonardo, lo que es un problema? Un problema no es más que un embarazo de soluciones. Es la más hermosa definición que jamás me dio alguien sobre un concepto tan cotidiano. Tal vez sólo sea comparable a aquello que nos dijo el más grande de los pedagogos del siglo XX, Paulo Freire: Debemos siempre "convertir las dificultades en posibilidades". Consciente de la larga lucha que aún queda para que se abra paso por entre las miserias de nuestra condición humana, con plenitud, la dignidad de todos y cada uno de los seres humanos, el tiempo presente, el local y el global, nos trae, en mi opinión, retazos de optimismo y esperanza en la medida que crece la conciencia moral de hombres y mujeres sobre el mundo en el que viven: la defensa de la naturaleza, la lucha por los derechos humanos, la denuncia de las desigualdades, la resistencia a la guerra... Ahí está la clave de las conquistas sociales, en ese empuje, cada vez mayor, por hacer brillar el sol de la esperanza y de la sonrisa.




Cuando estudiamos esa parte de la Geografía que llamamos Geografía Urbana, trato de explicar a mis alumnos y a mis alumnas que el pueblo que vemos, como lugar de vida, como cualquier espacio humanizado, no es más que el resultado de las acciones emprendidas por los seres humanos a lo largo del tiempo allí donde han decidido vivir. De este modo, surgen, se desarrollan, crecen, decrecen, progresan o mueren, total o parcialmente, nuestros pueblos o ciudades. Y lo hacen de un modo u otro a partir de las decisiones de quienes forman y, sobre todo, de quienes lideran esas comunidades. Para bien o para mal, con sus ventajas e inconvenientes, nos encontramos envueltos en mutitud de cambios. Quizás no seamos nosotros quienes le observamos, quizás sea el propio pueblo el que nos mire. Unas veces, estupefacto por el olvido que se cierne sobre él, otras veces, admirado por el mimo y el cuidado con que le tratamos. Hemos de admitir, a la vista de algunas imágenes, que hay un pueblo que ha dejado de latir y se encuentra en el trance de sucumbir bajo el abandono al que le ha llevado la avalancha urbanizadora que trajo el negocio de unos mercaderes, que, a la vista de los acontecimientos actuales, estaban equivocados. ¿Quién pagará el precio de esos errores?



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