2002

lunes, 27 de octubre de 2008

In memoriam

Es sábado 25 de octubre de 2008. Apenas son algo más de las ocho de la mañana. A miles de metros de altitud, sobre un mar de nubes, el avión está llegando a Barcelona. Por el horizonte, todos los matices del rojo al amarillo nos anuncian la amanecida. Arriba, en lo más alto, nos vigila una diminuta luna menguante. Abajo, lo sé, puedo adivinar la mar, que en unos minutos se dejará besar por un sol sin prisas. Las alas del avión, temblorosas, desafían las leyes de la física. Pienso por un momento en las víctimas del último accidente que tanto nos conmocionó a todos. Sin embargo, no me inquieta. Voy tranquilo, muy tranquilo, diría que confiado. Una de las últimas veces que me trasladé a esta ciudad, pilotaba el avión el comandante Antonio García Luna. Fue su largo y detallado comentario sobre el vuelo y de la travesía recién emprendida lo que llamó mi atención, y, sobre todo, su nombre. El mismo nombre de un viejo maestro y amigo que estuvo por Gerena hace ya más de treinta años. Cuando lo leí en las crónicas del accidente de Barajas, recordé aquel viaje. Un vuelo como este que ahora me conduce a esta hermosa ciudad mediterránea.

Y pienso en las jugadas del destino y, sobre todo, en la fragilidad de nuestras vidas. A miles de metros de altitud, eres una brizna más del aire que envuelve y mima la vida sobre el planeta. Tal vez Antonio, aquel comandante de nombre tan familiar para mí, cuida hoy nuestro peregrinar por las autopistas del cielo. Con frecuencia, nos dejamos llevar en autobús, en tren o en avión. Al volante, siempre, un ser humano, con sus manos y todo su ser, vela por que lleguemos sanos y salvos a nuestro destino. A veces, no puede ser. Hoy,---confiado ya de que mis pies pisan tierra firme---, dejo latir en mi pecho una inmensa gratitud, unas gracias que lanzo a volar hacia el infinito.

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