“Escribiendo para el pueblo se escribe para los mejores. O escribimos sin olvidar al pueblo o sólo escribimos tonterías”.
MILAGRO POR NAVIDAD
Había llovido demasiado. Hacía rato que había escampado por última vez y de nuevo el agua caía, pero esta vez con más fuerza. José iba hecho una sopa, estaba pingueando. El barro le llegaba a las orejas.
- ¡Vaya mala zuerte la mía! Si azí iba a cer to’er día de Navidad, mejor era pegarce un tiro ---pensaba---. Al barro y al agua se le juntaba un airecillo que empezaba a correr y que le hacía dar tiritones como a un pollito chico. Estaba realmente arrecío.
El pueblo ya empezaba a verse por encima de los últimos olivos del cerrillo por el que subía el camino. Aunque José sabía que estaba cerca, creía que nunca iba a llegar.
- ¡Mira que tené l’amotillo escacharrá! ¡Y precizamente hoy, hoy!
Pensaba en el agua calentita que le prepararía Francisca. “En el fondo ---se dijo--- no hay ná como tené uno zu caza y una mujé que ce lo haga a uno tó; además, que pa’ezo están las mujeres, como está mandao”.
Era en esos momentos cuando más sentía lo mucho que quería a los suyos. La vida no le había dado dinero, “na máz que trabajo…y del duro”. Pero, ahora, todo se le hacía ligero pensando en Francisca y en los chiquillos y más aún en aquel día.
Aunque el jornal de la semana no daba para mucho. Aquella noche había que hacer algo especial, alguna cosilla ---imaginaba--- que no fuera lo de siempre. Antes de irse a la “miza er gallo”, quería celebrar la “noche güena” como Dios manda. “¡Ya está bien de tanto puchero!”, se dijo para sí.
En la mesa, seguro que no habría pavo ni turrón. Tampoco habría champám de ese. Nada de eso que la gente fina come y bebe. Con el vinillo de la bota que le llenaron en La Rociana y con los conejos que le trajo a Francisca “pa que los guizara”, le iba a parecer la mejor cena de Navidad que “ni el marqué hubiece podido imaginá”. Después, unos “mantecaos y una copiya d’aguardiente durce y pa miza chutando”. “El turrón pa cuando la feria en los puestos ---se dijo---, que es cuando ce come a gusto”.
Cuando entró por la puerta, los niños corrieron gritando:
- ¡Pápa, pápa, la chiva ha parío!
- ¡Hombre, menoz má, menoz má que paza argo güeño hoy!
- ¡Mira, pápa, ez máz chiquenino! ¡Máma l’a metío en el tinglao pa que no ce moje!
- ¿Y tu madre? ¿Dónde está? No zabrá ella que yo llego a esta hora…
- ¡Anda Manué, corre an cá Pepa y díle que venga, que yo he venío!
Después de lavarse, Francisca le puso de comer a José, que muy pronto se fue a la cama a dormir una siestecilla que, aunque en invierno, le iba a venir “que ni pintá”. Lloviendo como estaba, era lo mejor que podía hacer. “Por la tarde, iré a la peña hasta la noche que venga lo bueno ---pensó---“.
-oOo-
Sí que habían estado buenos los conejos. Los niños estaban satisfechos jugando con el parchís que traía de regalo la caja de mantecados. “Se había jartáo, qué máz ce podía pedí”. Por un momento, mientras esperaba y veía, a duras penas, el televisor, pues se le cerraban los ojos, pensó en cómo lo estarían pasando en el cortijo. Aquel día, había estado hablando con Mari, la cocinera, y ella le había contado con todo detalle lo que aquella noche iban a comer ---ya estarían comiéndoselo---, los marqueses y su familia.
De estas cosas lo sacó el repiqueteo que llamaba a misa. Se asomó a la calle. Estaba mojada y la luz de la triste farola de la calle se reflejaba en los charcos. Hacía rato que había dejado de llover, pero hacía frío. Entreabrió la puerta y se asomó hacia adentro.
- “¡Déjalo, Francisca, quédate tú aquí con log niño que hace un frío que pela!”
Por la esquina vio a mucha gente subir hacia la Iglesia. Los muchachos y las muchachas subían cantando como todos los años. Como todos los años, el cura tendría que pedir repetidamente que se guardara silencio. Subiendo la cuesta, se encontró con Antonio el “quemao”.
- “Vamoz pa la miza, ¿no?
- “Cí, ahí vamoz pa’escuchá ar coro”
- “Ah, Jocé, ¿no t’as enterao? ¿Sabes que m’acontao esta tarde Juan el de la Julia?”
- “No. ¿Qué t’a dicho?”
- “Mira, esta tarde, estaban hablando en la taberna unos pocos de que z’a matao el hijo máz chico del marqué, don Rafalito. Dicen que venía der Norte pa celebrá la noche güena en el cortijo con los marqueces. Y dicen que ahí, en el cruce, viniendo por la carretera Badajó, un camión los jajecho porvo”.
- “¡Anda, ¿ciii?!”
- “Ci, hombre, cí. La mujé, dicen que está mú malerida y ce l’an llevao pa la recidencia”.
Todo esto le contaba Antonio cuando entraron en la Iglesia. Como todos los años, estaba abarrotá de gente.
De pie, apoyado en los fríos azulejos de uno de los pilares, al final de la nave, aquella noche, cuando el cura habló de los pobres, no sabía por qué, se sentía como menos desgraciado, con una alegría interior un tanto extraña. Una sensación que nunca antes había tenido. Cuando se acercó a besar el “deo” gordo al “niño-dios”, se paró por unos segundos a mirarlo a la cara y le pareció ver cómo el Jesusillo le guiñaba el ojo y le decía con voz muy suave: “felicidades, José, felicidades”.
Cuando salió de la Iglesia, miró al cielo. Algunas estrellas brillaban en lo alto. Mañana hará bueno, pensó. Sin casi darse cuenta, aquella noche “güena”, bajó la cuesta cantando como un muchacho más. Al llegar a casa, se restregó fuertemente las manos, arrimó una silla a la mesa, se agachó, subió la ropa-estufa y removió con la badila buscando las penúltimas brasas calientes de la “copa”. Francisca, con el niño pequeño, que se había quedado dormido en sus brazos, lo miró adormilada. Él se quedó mirándola a su vez y no dijo nada, sólo dejó permanecer aún largo rato en su rostro una sonrisa para ella irreconocible al tiempo que le guiñaba un ojo y le decía: “felicidades, Francisca, felicidades”.
El Vacar (Córdoba), diciembre 1980
1 comentario:
"Esta noche ha llovío
mañana hay barro".
Es una letra flamenca que recoge Demófilo (padre de Machado) y que utilicé una vez en un poema. No te escribiré el poema porque fue un regalo personal e intransferible, pero te dedico otro que escribí hace unos días, cuando terminé de re-re-releer el Canto I de la Ilíada.
Un skyphos nos ha devuelto tu nombre Néstor.
Tu voz de miel, sonora y fluida
siempre representó para nosotros
una gran temulencia, que el skyphos arqueológico hace bien en recordarnos.
Todos somos más jóvenes que tú
y nunca hemos sabido cómo considerarlo.
Tu copa, Néstor, levanto por la palabra,
por el mar que llamabas “el camino”,
por el vino aguado y por las canas.
Por tu nombre, Néstor, sempiterno apólogo del léxico.
Por ti Leo, esta noche cuando choque mi copa brindaré con todos los presentes y, en el último momento, con todos los eternos arañazos de mi alma, entre muchos otros tú y Néstor.
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